Esa fauna heterogénea de falsos periodistas hace un daño tremendo a una profesión ya tan vapuleada como el periodismo. Se inoculan, cual cáncer, en la columna vertebral de una profesión que se basa fundamentalmente en la credibilidad.
Durante todos estos años como periodista me he encontrado muchos ejemplos de falsos periodistas, la mayoría de ellos muy poco agradables. Desde quienes, a cambio de publicidad, «chantajean» a empresarios, comerciantes e incluso alcaldes con difundir textos a mala fe en sus respectivos libelos, hasta quienes se venden a cambio de canapés o entradas a eventos.
En muchas ocasiones, cuando me tropiezo con uno de estos falsos periodistas, hay otro factor muy irritante de la situación, y radica en su arrogancia: no solo no agachan la cabeza por vergüenza (es obvio que no la tienen) sino que en muchas ocasiones estos elementos circulan por los pasillos y por los despachos con una altanería intolerable, dándose una importancia que no tienen, ni tendrán jamás. Es obligación de todos nosotros desenmascarar y expulsar a estos sujetos de los circuitos informativos.
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