(C) Foto: David Laguillo
Ahora que España y Euskadi tienen la fortuna de vivir diez años sin ETA, me vienen a la memoria los años en los que me curtí en periodismo en las calles de Bilbao entre carreras, pelotas de goma, «manos blancas» y algún que otro tiro al aire con fuego real.
Desde el primer muerto a manos de ETA, el dolor ejercido contra la sociedad vasca y la sociedad española fue constante, pero los años 80 y 90 fueron los más crueles y sanguinarios de la banda, hasta que en 2011 se llegó por fin al ansiado final de la banda terrorista.
Tanto sufrimiento y dolor dejó una huella en las calles del País Vasco que solo el tiempo podrá borrar, quizá cuando pasen varias generaciones de ciudadanos nacidos en la Paz.
(C) Foto: David Laguillo
Porque, además de ETA y de los asesinos que empuñaban las pistolas y apretaban los detonadores de las bombas, estaba el grave problema de la estructura social y política que, desde la raíz, se incrustaba en las vidas y en el día a día de todos los vascos.
(C) Foto: David Laguillo
Era como si la serpiente que formaba parte del logotipo de ETA se hubiera encargado de aprisionar el alma de miles de personas que tenían que mirar con cuidado cada vez que cruzaban la calle. Personas que nunca pudieron vivir en libertad ni respirar con tranquilidad. Lo llamaron «terrorismo de baja intensidad» en forma de vandalismo o «kale borroka», pero lo cierto es que el miedo calaba fuerte en la nuca de la ciudadanía, en cada barrio.
En cualquier esquina, esa estructura de apoyo social cristalizaba en campamentos de apoyo a los presos, en carteles con los nombres y las fotografías de terroristas a quienes denominaban erróneamente como «gudaris» porque la terminología también formaba parte de la batalla.
(C) Foto: David Laguillo
Cuando ETA desapareció fue, sin duda, por la presión de las Fuerzas del Orden y del Estado, pero también por la pérdida de apoyo popular en las calles, una caída en desgracia de la banda terrorista cuyo punto de inflexión fue el despiadado asesinato del concejal del PP de Ermua Miguel Ángel Blanco, un crimen especialmente atroz que despertó las críticas incluso de personas cercanas y simpatizantes del entorno abertzale.
A veces, al realizar fotografías en las manifestaciones de simpatizantes al entorno abertzale, había algún manifestante que se dedicaba a tomar imágenes de los periodistas que cubríamos el acto. Sin duda, otra forma más de presión dentro que una sociedad vasca que vivió décadas presa del terror, incluso a través de la amenaza, a veces sutil y a veces explícita, a los periodistas.
Quizás podemos valorar estos diez últimos años de paz y sin ETA de la única forma en la que se pueden valorar: con la esperanza de no volver a repetir nunca la historia y con el convencimiento de que, después de tantas décadas de sangre y dolor, nada mereció la pena y lo único que quedó fue eso mismo: sangre y dolor.
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